La felicidad, sí la conocí, no dura mucho, pero la conocí, quizá
sólo la viví un momento, un momento específico que recuerdo claramente, tenía
juventud, salud, trabajo, libertad y un hombre maravilloso a mí lado, recuerdo
que era diciembre de 2013, y recuerdo que la sentí caminando por el paseo
Carabobo, viendo alumbrados y yendo hacía Aranjuez a divertirme. En ese
instante todo se me hizo maravilloso, deslumbrante, increíble, miré hacia el
cielo despejado y oscuro y salté en repetidas ocasiones mientras abrazaba a mi
dulce compañía; lo tengo grabado en mi memoria, y recordar que fui feliz
realmente me genera tranquilidad, al menos no moriré sin haberme sentido plena.
Los años han pasado y después de tantas experiencias, de
ahí en adelante, sólo he vivido momentos de resignación, tal vez de aceptación,
de quedarme con lo menos peor, de sonreír porque todo está relativamente bien,
porque estoy viva, quizá, porque tengo lo necesario, más nada del otro mundo.
Me he pasado desde entonces entre nostalgias por el pasado e intentos de
construir un deslumbrante futuro, eso último no se me ha dado, el presente
sigue siendo el plano transcurrir de respirar, comer y dormir, no hay nada
excepcional ni desbordantemente feliz, agradezco que después de graves
quebrantos de salud he vuelto a levantarme, eso me da fuerza. Sin embargo, elegir
vivir o morir no tiene mucha diferencia en realidad. Las cosas, las rosas,
simplemente están ahí y ahí seguirán.
Me doy cuenta de cuándo fui feliz ahora que no siento nada,
ahora que veo con claridad los engaños de felicidad que yo misma creé, los días
que intenté sentirme maravillada, cuando en verdad no lo estaba, exageré mi dicha
para no sentirme frustrada, me inventé historias nuevas y les di más valor del
que tenían. Mi felicidad fue cuando fue y estoy segura de lo que sentí, eso no
ha vuelto y si no vuelvo a sentir eso o algo superior, jamás será felicidad.
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