No
quiero dañar a nadie, no quiero que nadie pase por lo que yo ya pasé, por lo
que aún estoy pasando, por lo que jamás voy a poder terminar de pasar. El dolor
del corazón es tan profundo y sin límites que sé perfectamente que no tiene
asidero ni en este mundo ni en el infierno imaginario del universo que aún no
conozco.
Amarme
es tan inconcebiblemente posible como el amor que pudiera yo volver a sentir de
manera natural y tibia por algún ser humano sobre el planeta tierra. Me duele
enormemente que un alma noble y tierna fije su humilde y dulce mirada en el
demonio depresivo y frío que habita en mí, eso no puede suceder, eso no tiene
porqué poder ser.
Lameré
mis heridas por el resto de la vida que me queda, apreciaré mis cicatrices con
la suficiente locura y el explicable arrepentimiento que las vivencias pasadas
merecen, vislumbraré mi futuro como el sombrío vacío y el doloroso camino que
la esperanza amerita.
Buscaré,
nunca encontraré. Esperaré, jamás me responderé. Lloraré una vez, otra vez.
Caminaré, en el patético círculo de mi languidez. Seré? Sí, quizás en uno que
otro amanecer. Estaré? No, ya no creo en mi vejez. Viviré? Probablemente como
muero cada anochecer.
Duele,
duele mi dolor y el de los demás. Duele no poder amar, duele mucho mucho amar,
duele que me amen, duele que me aíslen. Duele existir y no poder morir, duele
matar y no lograr vivir. Duele el dolor, duele el amor, duele el odio, duele el
rencor y la desesperanza. Me duelo tanto
yo como me duele el mundo.
Este no
es el fin, es sólo el principio. Otro camino, una nueva ruta, una eventualidad,
una causalidad. El mundo de afuera, el caos de adentro. El ser y no estar, el
abismo y la tempestad. Callar, gritar, simplemente expirar, otra vez, una y
otra vez.
Canto
por la soledad, lloro por los que no están, caigo al intentar volar, ahogo
olvidar o recordar.
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